domingo, 27 de octubre de 2013




Se despertó pensando en aquel sueño y con una felicidad casi real. Las últimas semanas había tenido sueños extraños, no por lo inverosímil, sino por esa sensación de saber que se encontraba viviendo un sueño, pero esté fue distinto y eso que percibiera la mañana de otra manera.
Al abrir los ojos se encontró en aquella habitación blanca y luminiscente. Su cuerpo desnudo descansaba sobre la cama. Entre la albura de sólo podía distinguir un viejo perchero de madera del que colgaban unas alas artificiales y maltrechas con cintas deshilachadas, las mismas alas de otras noches. Bajó de la cama y miro como sus pies se encaminaban uno a uno sobre el ajedrezado del piso. Miró a su alrededor y pudo distinguir la puerta. Sintió un temor inexplicable por aquello que podría hallar al otro lado. Decidida traspuso el umbral  para encontrarse con una continuación infinita del enlosado, en la lejanía pudo distinguir la cama en la que recién había despertado.
Despertó de nuevo en aquella cama. Miró el espacio abierto, nuevamente luminoso y blanquísimo, pero ahora él estaba a su lado cubierto apenas con las sábanas. Lo miró  vestirse lenta y metódicamente, como si se tratara del oficiante de algún antiguo ritual. Mirándolo impasible desde un punto fuera de su cuerpo, que permanecía en la cama, ella lo vio marcharse. A medida que se alejaba fueron apareciendo los muros de su casa y mientras el sol se entraba por la ventana, como cualquier tarde, ella escribía algo incomprensible en una hoja de papel. Entonces él entro en una actitud familiar, como de quien regresa a casa.
Estaban en una pequeña cocina hecha de adobes y tejas. Se besaban cuando él, con un  abrazó rodeo sus muslos y la levantó del suelo. Sus piernas, las de él sonaron a cristales rotos y ella pendía en el aire mirándolo desde arriba. –Bájame. Le dijo con una voz lejana, y ya estaban en la cama. Él apenas rozaba con los labios sus pezones. En un lentísimo movimiento ella deslizo la mano sobre el pecho y sintió el vacío, era como sumergirse en un estanque de tristeza.  Entonces despertó. Aún tenía la sensación de los labios subes que habían recorrido su cuerpo. Encendió la lámpara, apagó el despertador.

Ana María Vázquez

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